Hasta recién, la de hoy ha sido una mañana como la mayoría de las mañanas. El despertador sonó a las siete, a las siete y cuarto y finalmente, a las siete y media. Sin más remedio abandoné la cama y la tibieza de sus sábanas arrugadas para posar mis pies sobre el frío despiadado de las baldosas del baño. Los viernes todo se hace más difícil, sin embargo, el acecho del sábado me brinda las fuerzas que necesito.
Si para algo no soy original es para desayunar. Hace años que mi estómago quiebra su abstinencia nocturna recibiendo una taza de café con leche y algunos gramos de mermelada prolijamente desparramados sobre dos tostadas.
Hasta recién, porque entre los sucesivos actos de mi rutina no figura ver una hormiga recorriendo el plato sobre el cual descansa la taza. Nada del otro mundo, pero al fin y al cabo, no deja de ser algo que altera el orden natural de mis mañanas. Apelo a mi calidad de ser superior y tras jugar morbosamente durante algunos segundos con su desesperación de hormiga, la aplasto. Pulgar e índice son sus verdugos. Mientras arrojo el cadáver al suelo, una pregunta entrometida, incómoda e innecesariamente molesta se instala plácidamente en mi conciencia. ¿Por qué la mataste? ¿Qué mal te hizo el pobre insecto? ¡Por favor! no es tan grave, al fin y al cabo es sólo una hormiga. Una insignificante hormiga de las cuales existen millones, billones en todo el mundo. ¿Y qué hay con eso? La mataste de todas formas. Millones de personas habitan el planeta y no por eso uno puede ir por ahí aniquilando gente alegremente. Bueno, ¡basta ! ¿Cuantas hormigas he matado en mi vida y nunca antes te quejaste por eso?
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Aparentemente han aprovechado mi ausencia para comenzar la invasión. La jornada fue tediosa en la oficina. “Trabajé como hormiga” pienso y sonrío felicitándome por la ocurrencia, mientras las miro explorando la mesada de la cocina. No se han inmutado ni tampoco alterado su conducta ante mi presencia. Todo indica que mi llegada no es considerada una amenaza por las invasoras y, afortunadamente para ellas, no se equivocan. Me encuentro demasiado cansado como para tomar represalias por lo cual he decidido liberar la zona y permitirles transitar mis territorios. Además está la pobre hormiga asesinada por la mañana. Me siento bastante estúpido al respecto, pero por alguna razón el recuerdo aún me apesadumbra. Mis ojos se clavan en las yemas y las observan rozarse lentamente entre sí. Tras pocos segundos, el roce se transforma en restriegue enérgico y mientras dejo caer los párpados vuelvo a sentir aquel crujido, tan seco como el de una nuez rota sobre la mesa de navidad. ¿Hace falta que la respiración se entrecorte? ¿Es realmente necesario que mis dedos parezcan ahora velas derritiéndose?
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El sábado salí sin desayunar. Ni siquiera entré a la cocina, apenas terminé de despertarme y vestirme sonó el portero eléctrico. Fuimos con mamá y papá a la casa del Tigre a pasar el fin de semana. La verdad es que ya no es lo mismo que antes, pero sigo yendo cada tanto, cada vez que mis padres lo proponen. Cuando era chico sí lo disfrutaba; tal vez porque siempre alguno de los primos o algún amigo venía con nosotros. Ahora, sinceramente, me resulta bastante aburrido, o más bien poco apropiado. Porque sí disfruto de estar con mis padres, de conversar con ellos, pero hay cosas del río que realmente logran irritarme: el viento, los Andrade (que, sin falta, aparecen en su botecito ridículo y se quedan a cenar sin que nadie los invite), el olor a podrido que hay algunos días, los mosquitos… Todo el fin de semana matando mosquitos, exterminándolos incluso con saña, deleitándome al verlos transformados en manchón negro (a veces rojo y negro) sobre la piel. Lo extraño es que, cómo he dicho, no me genera ningún tipo de culpa matar mosquitos, sino todo lo contrario. Tal vez sea porque al mosquito uno lo mata en venganza por el aguijonazo insolente, o en el mejor de los casos, para evitarlo. En cambio, a la hormiga la maté porque sí, y ahora soy incapaz de desterrar a todas estas que avanzan de modo casi militar, alineadas en una hilera perfecta. Algunas llevan pequeños trozos de hojas o de ramas; otras, diminutos terrones de tierra seca. La fila desemboca en un rincón junto al zócalo, donde las obreras acomodan minuciosamente los ladrillos que comienzan a conformar un pequeño monte, tan gris como las nubes que desde hace un rato braman anticipando la tormenta. Resulta por demás ridículo observar un hormiguero erigido sobre baldosas blancas de cocina. Un hormiguero debe estar en un jardín o en el campo; sobre el pasto, sobre la tierra, o a lo sumo sobre la arena, pero no en una cocina. Y sería tan sencillo como tomar la escoba y olvidarse del asunto en dos o tres barridas. Un poco de insecticida y a otra cosa. Pero no. No puedo hacerlo.
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Si no me equivoco, hoy se cumplen dos semanas desde el traumático episodio (prefiero llamarlo así en vez de “asesinato”, aunque en el fondo lo considero como esto último). Durante los últimos días he tomado mi desayuno en la habitación. No es tan terrible; tengo que entrar a la cocina, y con un poco de cuidado para no pisarlas, preparar el café con leche y las tostadas. Después me retiro, porque es bastante incómodo comer mientras caminan sobre mis piernas, la mesa, el frasco de mermelada y todo lo que allí encuentren. Lo mismo ocurre para cenar, aunque he intentado hacerlo en lo de algún amigo o en el bar de la otra cuadra para evitar el trámite. De todas formas, no sé cuánto tiempo más pueda continuar así, sobre todo previendo que la situación no tardará en empeorar porque cada vez son más. Siguen llegando, o se reproducen a un ritmo abrumador (o lo que me temo: ambas cosas).
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Hoy lo vi pegado sobre el espejo del ascensor. Con letras prolijas informaba: “Miércoles a las 10:00 hs desinfección. Por favor tenga a bien permitir el ingreso de los empleados para realizar su tarea. Muchas gracias”. Después Julio, el encargado, me pidió permiso para dejarlos entrar, porque sabe que a esa hora estoy en el trabajo. Le dije lo primero que se me ocurrió: que había pedido licencia en la oficina porque mamá venía a casa, y que me iba a ser imposible porque ella era alérgica a ese tipo de cosas. Supongo que no me creyó, o que al menos le habrá parecido extraño, pero con eso me bastó para salvarme. ¡De ninguna manera puedo dejar que alguien entre al departamento! ¡Qué dirían al ver las hormigas! Seguramente querrían matarlas y desalojarme inmediatamente. Aunque pensándolo bien, pronto serán ellas las que acaben por desalojarme a mí. Me he asomado abriendo apenas la puerta y, lamentablemente, la cocina es tierra perdida. Han cubierto prácticamente todo el piso con sus hormigueros y deambulan frenéticamente por las paredes, los armarios, la mesa… por todos lados. Hay algunas con alas que de un modo estúpido ven frustrados sus intentos de revolotear al chocar inevitablemente contra la pared. Estarán ya devorando la comida de las alacenas, habrán disfrutado especialmente del contenido de la azucarera. Tal vez hayan logrado ingresar a la heladera, aunque lo dudo. Obviamente, hay varias que se aventuran más allá y puedo verlas en el pasillo y en el baño. Con papel de diario doblado bajo la puerta y estudiados movimientos de entrada y salida aún conservo la habitación.
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La situación se ha tornado ingobernable, el departamento es ahora una marea de hormigas que todo lo inunda y lo devora. Estoy recluido en mi habitación sin poder salir. No puedo ir a atender el teléfono, que no ha parado de sonar en los últimos días. Cada vez que Julio tocó el timbre le grité para que se fuera, le aseguré (le mentí) que me encontraba bien, pero que no podía atenderlo en ese momento. También despaché a mamá, a la vecina del ‘G’ y al empleado del correo que trajo el telegrama de despido.
Tengo hambre y sed, estoy débil y el sueño me vence fácilmente. Tras dormir algunas horas despierto y las primeras luces de la mañana me permiten ver el reloj: son casi las ocho y están por todas partes, caminan por las paredes burlándose de la gravedad. Han dado comienzo a la invasión final, la definitiva. Desesperado, cierro mis ojos con fuerza y preso del terror improviso un refugio infantil con la sábana y la frazada. Son tantas que las siento caminar sobre el acolchado, puedo escuchar millones de patas ejecutando un redoble infernal que aumenta su intensidad tornándose cada vez más insoportable. Quiero gritar, estoy totalmente rodeado y supongo que no tardarán en devorarme como a un trozo de pan. Percibo sobre mi tobillo las inconfundibles cosquillas que un sexteto de patas provoca y el vaso de mi cordura rebalsa o mejor dicho, estalla en pedazos. Con un violento manotazo me destapo haciendo volar por el aire sábana, frazada y varios centenares de hormigas. Al fin siento irrefrenables deseos de matarlas, de dar saltos asesinos sobre el colchón negro de patas y antenas. ¡Maldita la hormiga del primer día, malditas todas, que se mueran ya mismo, quisiera aplastarlas una por una! Pero son demasiadas. Entonces, salgo corriendo de la habitación, atravieso el pasillo y me dirijo hacia la cocina. Paso por debajo de la puerta, subo por el lado sur del zapato negro y desciendo luego por la ladera del norte, atravieso un par de baldosas y trepo por la pata de la mesa. Una vez arriba, recorro la servilleta a cuadros y escalo el plato sobre el cual descansa la taza. Será prácticamente lo último que haga, los dedos ya me alcanzan.