sábado, marzo 07, 2009

Trizas



Siempre me gustó dibujar. No se si soy un dibujante, ¿qué es ser un dibujante? Si todo aquel que dibuja es un dibujante, entonces sí, soy uno. Si en cambio lo es aquel que vive del dibujo, que trabaja dibujando, entonces no lo soy. De todas formas, ¿qué importa? No podría ni siquiera estimar la cantidad de veces que me he encontrado haciéndole planteos de este tipo a la persona que soy. Tal vez algún día logre desterrar tanta pregunta estúpida, y dedicarme a hacer sin pensar tanto, sin que me preocupe lo que alguien más pueda decir. Si al fin y al cabo es totalmente inofensivo lo que hago. Genial, bueno, malo o pésimo, pero inofensivo. Un dibujo feo no matará a nadie supongo. Tampoco una mala canción o un cuento mal contado. Distinto es lo que ocurre con otras disciplinas, como la medicina por ejemplo. La mala praxis sí mata gente, entonces es algo que debe ser tomado con algún grado mayor de responsabilidad. En fin, la cuestión es que suelo hacer dibujos en mis ratos libres porque disfruto haciéndolos y no tengo nada más que explicar al respecto.


Aquella noche comencé a improvisar algunos trazos con el lápiz, simplemente a pasearlo sobre la hoja en blanco (aún hoy se trata de mi forma de empezar cuando no sé que es lo que voy a retratar, además muchos de los que considero mis mejores dibujos han comenzado de esa manera). Al principio no pude vislumbrar ninguna forma, ninguna idea a partir de mis garabatos. Miraba aquellas líneas buscando alguna figura, como lo hacía de chico con mis amigos, observando las nubes acostado boca arriba sobre el pasto de la plaza. Ante mi frustrante falta de imaginación, fui hasta la cocina a poner la pava sobre la hornalla. Después preparé el saquito de té y empecé a juguetear con las dos cucharadas de azúcar que en el fondo de la taza aguardaban la inminente disolución. La punta de la cuchara levantaba algunos granitos blancos, luego giraba y los dejaba caer. Cualquiera que me hubiese visto en aquel momento hubiera pensado que yo estaba profundamente concentrado en mi tarea de levantar y dejar caer el azúcar, dado que mis ojos parecían observar atentamente aquel movimiento que se repetía cíclicamente. En realidad, mi mirada estaba perdida, miraba sin mirar mientras yo continuaba hurgando en mi imaginación en busca de alguna idea. De pronto el silbido agudo del vapor me devolvió bruscamente a la cocina del departamento. Volqué el agua hirviendo y llevé la taza hasta la mesa donde, incluso antes de sentarme, pude verlo: un hombre con los brazos abiertos, como crucificado. Sin embargo la idea de un crucifijo no me sedujo demasiado. A medida que iba dando detalle al cuerpo intentaba decidir como continuar con mi flamante obra. No me resultaba nada fácil, mi imaginación no lograba pergeñar algún boceto capaz de convencerme, especialmente por la posición en la que aquel hombre permanecía. La cabeza gacha, los brazos extendidos en cruz, las piernas juntas… Buscando abstraerme retiré la mirada de la hoja, apoyé el codo sobre la mesa y luego la sien sobre el puño. Así, con la mirada torcida, pude ver cómo una paloma se posaba sobre la baranda del balcón. Luego de permanecer allí unos pocos segundos retomó su vuelo nocturno. Inmediatamente le arrebaté el lápiz a mi boca y me dispuse a dotar a mi criatura de un par de alas. Las hice nacer desde sus brazos y no en la espalda: le di alas de pájaro. Mi personaje no era un ángel ni nada que se le pareciera, era un hombre con alas en sus brazos. A todo esto, el té se había enfriado completamente.


No se por qué, pero una sensación muy extraña me invadió al verla sentada sobre aquel banco. Permanecía posada ahí, inmóvil, era como si se hubiera mimetizado con el banco de piedra.

Me acerqué lentamente y luego de mirarla durante algunos segundos le pregunté si se encontraba bien. No obtuve respuesta. Ni siquiera logré sacarla de su hipnosis. Se tornaba bastante difícil, más bien imposible, darle un nombre al color de sus ojos. Era en cambio inevitable notar que, aunque su naturaleza no les permitía hablar ni emitir sonido, de algún modo gritaban una angustia insoportable. Un vestido rojo salpicado de pequeños lunares blancos cubría la fragilidad de su cuerpo. Levanté la mirada y busqué quien sabe qué cosa alrededor. No encontré más que un sinfín de personas grises caminando indiferentes (el mismo ejército del cual yo había formado parte hasta el momento en que la ví). Pregunté nuevamente con idéntico resultado.

Cuando me disponía a ir en busca de algún tipo de ayuda, me detuve repentinamente. Una ráfaga de aire fresco había llegado desde el río, aunque no fue eso lo que me detuvo. Como cobrando vida a partir de aquel soplo, su brazo izquierdo había abandonado el letargo para comenzar a moverse lentamente. Una vez que estuvo estirado, el dedo índice se extendió señalando algo o alguien a mis espaldas. Casi sin proponérmelo, respondiendo a un reflejo totalmente atávico, giré mi cabeza.

Allí estaba, al otro lado de la calle: fría, sin vida, oscura como siempre. No podría decir cuantas veces había pasado junto a aquella estatua. Lo que si puedo asegurar es que nunca antes la había visto como lo hice en aquel momento. Sencillamente me refiero al hecho de que jamás me había detenido a observarla. Era la figura de un hombre, más o menos de tamaño real. Permanecía cabizbajo, parado sobre un pedestal, sus piernas estaban juntas. Tenía los brazos abiertos, como clavados a una cruz invisible. Y era precisamente allí, en sus brazos, donde nacía el rasgo más sobresaliente de aquella figura: un enorme par de alas, semejantes a las de un cóndor o un albatros.

Volví a mirarla a los ojos. Pregunté si era la estatua, si había algún problema con ella. Asintió antes de bajar el brazo. Luego, bajó también la mirada, depositándola en sus zapatos negros. Balbuceó algo que no llegué a comprender, pero las palabras vibraron al atravesar el nudo de su garganta y eso sí pude entenderlo. El tono de su voz era totalmente acorde con la expresión de sus ojos. La muchacha sentada en el banco parecía estar esperando algún tipo de suceso o acontecimiento que la angustiaba infinitamente pero que a la vez le resultaba imposible de evitar (sino no podía explicarme porqué no se levantaba y abandonaba el lugar).

De pronto ocurrió algo que me conmovió profundamente: la joven se incorporó y, luego de una honda inspiración, lanzó un alarido agudísimo que me paralizó. En seguida dio un cuarto de giro y comenzó a correr desesperadamente por la vereda. Tuve la sensación de que se llevaba algo que me pertenecía, de que me arrebataba algo que no estaba dispuesto a perder. Eché a correr para perseguirla lo más rápido que pude, pero se escapaba. Luego de varios segundos de carrera sucedió algo que volvió a dejarme atónito (aunque no dejé de correr): un extraño movimiento tenía lugar en la espalda de mi perseguida. Debajo del vestido, algo se contorsionaba y parecía crecer rápidamente. Entonces, la tela de las mangas y la espalda fue rasgada por un majestuoso par de alas que brotó y se sacudió como disfrutando al fin de una libertad añorada durante demasiado tiempo. Sin detener su marcha, la muchacha (ahora muchacha alada) extendió los brazos y comenzó a elevarse dando aletazos lentos y espaciados que movían el aire provocando un sonido denso y grave. La confusión me cubría de pies a cabeza y parecía reírse a carcajadas de mis ojos abiertos cómo nunca antes; y aún había más: en seguida comencé a sentir un extraño ardor en mis brazos. Desde los hombros hasta los codos el calor creció en intensidad hasta quemarme insoportablemente. Pude oír la tela de mi saco desgarrándose, cediendo ante las alas que buscaban salir desesperadamente, como si allí adentro les faltara el aire. Increíblemente pude controlarlas con gran precisión, cómo si siempre hubiera contado con ellas. Parecía ser algo instintivo, y así mis suelas se despegaron del piso. Seguí volando tras ella, pero ya no sentía la necesidad de alcanzarla, ahora entendía que me estaba guiando, que sólo debía seguirla. Cuando alcanzamos varios metros de altura, miré hacia abajo. En la vereda, varias personas corrían y se agrupaban en torno a un hombre tirado en el suelo, junto al banco de piedra.


Desperté con un movimiento abrupto que me dejó sentado en la cama. Agitado y totalmente transpirado, me llevó algunos segundos dejar de temblar. En la oscuridad de la noche me levanté y, decidido, me dirigí a la mesa del comedor. No pude evitar el escalofrío cuando lo ví. Inmediatamente, tomé el papel entre mis manos y, a modo de exorcismo, lo rompí en tantos pedazos como me fue posible. Los dejé caer desde el balcón y me quedé observando cómo giraban graciosamente en el aire, esparciéndose hasta alcanzar el suelo.