martes, diciembre 09, 2008

Almuerzo y el color

Ocurrió que una mañana del mes de Marzo la señorita Almuerzo despertó a mitad de una pesadilla. Cuando se percató de que aquella situación tan pero tan horrible no era real, respiró aliviada y se dispuso a comenzar su jornada. Luego de una ducha caliente se dirigió hasta su placard y buscó allí la pollera blanca y la blusa roja. Grande fue su sorpresa al ver que la blusa ya no era roja sino de un color que nunca antes había visto. Ni si quiera se parecía a alguno de los colores que todo el mundo conoce. En ese momento pensó que aquel nuevo color combinaría perfectamente con la pollera marrón. A medida que continuó con su rutina, fue descubriendo que todo lo que hasta el día anterior había sido de color rojo (su taza favorita, el reloj de la cocina, el botón de alarma del ascensor, la luz superior de los semáforos, el colectivo de la línea 62) ahora era de este color inédito.

Cuando llegó al trabajo, su amiga la señorita Albricias puso cara de horror y le preguntó cómo era que se le había ocurrido combinar rojo con marrón. En ese momento fue que la señorita Almuerzo pudo confirmar lo que ya venía sospechando: las cosas rojas seguían siendo tan rojas como siempre, sólo que ella las percibía en otra tonalidad.

Aunque lo intentó, le fue imposible explicar a sus compañeros de oficina cómo era este nuevo color. Le hacían preguntas del tipo: ¿Es tirando a amarillo? ¿Una mezcla de azul con verde? ¿Naranjita? No, no y no. Nada de eso, el color que ella veía se parecía tanto a cualquiera de esos colores como el rojo se parece al azul o el verde al amarillo. Transcurridos varios minutos, la señorita Almuerzo comprendió que sería imposible describir su color y sutilmente cambió el tema de conversación.

Al salir del trabajo se dirigió a la guardia del hospital donde esperó a que un oftalmólogo pudiera atenderla. El doctor Imprevisto la revisó y encontró todo perfectamente en orden. De todas formas, le comentó a la paciente que el caso le llamaba poderosamente la atención ya que nunca antes había escuchado algo igual.

De vuelta en su departamento, la señorita Almuerzo cenó tranquilamente. Comió una manzana no-roja de postre y se acostó a dormir. A la mañana siguiente despertó y esta vez no interrumpió ninguna pesadilla. Con una ambigua mezcla de alivio y aflicción observó la blusa roja sobre la silla.

lunes, noviembre 10, 2008

Proskenion

La puerta vaivén mezcló durante algunos segundos el aire frío de la noche con el vaho cálido del bar. Los vidrios lloran cuando es así. Condensación. El recién ingresado caminó hasta la barra y se sentó sobre una de las banquetas de madera. Antes, en el trayecto, saludó a los habitués del lugar sentados a las mesas. Viejos conocidos. Cerca, banqueta vacía de por medio, un nuevo desconocido. Borracho. Cualquiera lo hubiera notado a un kilómetro de distancia. Saludó al hombre tras la barra y le pidió lo de siempre. Cerveza. El borracho tomaba Whisky. Su espalda estaba tan encorvada como una herradura y parecía que iba a caerse en cualquier momento. No levantó la mirada, sólo el índice derecho para pedir otra medida. Era una noche tranquila en el bar. Demasiado tranquila. Por eso el hombre se mostró interesado cuando después de algunos minutos, con una seña y un balbuceo cargado de alcohol, su vecino lo invitó a sentarse en la banqueta vacía. Pensó que, aún sin ser un programa enormemente prometedor, intercambiar algunas palabras podría ser más interesante que seguir mirando el televisor.


- Buenas noches mi amigo. Lo estaba observando y pensé que tal vez podría estar usted interesado en escuchar algunas cosas que tengo para contarle. Por eso me tomé el atrevimiento de invitarlo a acercarse.


Arrastraba un poco las palabras, pero podía entenderse lo que decía.


- Es del teatro que quiero hablarle. No, no de ese teatro, de ninguno que usted conozca. O mejor dicho, de ninguno que usted recuerde. Porque usted ha estado en el teatro al que me refiero, miles de veces. Todos han estado allí. Todos lo visitan cada vez que duermen, pero ninguno lo recuerda.


Un demente. Absolutamente loco. Hay que seguirles la corriente. Prometía ser divertido.


- Créame que cada vez que usted se duerme, aparece en el teatro. No está en ningún lugar, no se puede llegar despierto. Y no me malinterprete, no hablo de sueños. Los sueños sí se recuerdan a veces. En cambio nunca nadie recuerda haber estado en el teatro. Sucede en el instante mismo en que usted se duerme. ¿Puede acaso describir o decir que siente en el momento preciso en que pasa de la vigilia al sueño? Todos lo experimentan a diario, pero nadie podría describirlo, porque no es posible recordarlo. Ahí es cuando sucede. Usted ingresa caminando, el lugar está completamente vacío. Cientos de butacas. Rotas, algunas más que otras, arañadas, luciendo el despojo de lo que alguna vez fuera un rojo oscuro, profundo, elegante. El encierro sofoca, el aire asquea y se pega a la garganta con un olor agrio al que uno se acostumbra lentamente. Poca luz, muy poca. Lúgubre. Esa es la palabra que mejor lo define. Podría encontrar centenares de calificativos, pero el teatro es por sobre todas las cosas un lugar lúgubre.

Cuando finalmente se decide por una de las butacas, usted toma asiento. Único espectador. El telón se abre y los actores entran al escenario para representar por enésima vez la misma escena: la escena de su muerte. Una y otra vez, siempre que visita el teatro, usted asiste a la representación de sus últimos minutos de vida. La escenografía es siempre pobre, precaria. Apenas lo necesario, incluso menos. Pocos actores, muchas veces uno sólo. Pisan el escenario con desgano, repitiendo la misma escena para el espectador que la olvidará apenas deje el lugar. Actos cortos. Suicidios, ataques de corazón, accidentes de auto, asesinatos. Ingresan, actúan, el telón se cierra y usted abandona el lugar.

Dicen que si bien la gente no recuerda lo que observa en el teatro, cuando por fin le llega la hora, tiene la extraña sensación de haber vivido ese momento. Déjà Vu. Lo que ya se ha visto.


El hombre palmeó un par de veces la espalda arqueada del borracho. Mientras pagaba lo que le correspondía, le dijo que ya era hora de irse, al menos para él.


- Me voy a dormir, me voy al teatro – dijo con una sonrisa, mezcla de burla y compasión.

- No esté tan seguro – respondió el borracho mirándolo a los ojos por primera vez en la noche.


Un escalofrío le recorrió la espalda.


El telón se abre lento. Sobre el escenario, una mesa y dos sillas. Sobre la mesa, algunas botellas. Ingresan dos actores. Se sientan dando la espalda al público. Hacen mímica, simulan una conversación en el más completo de los silencios. Luego de algunos segundos uno de ellos se pone de pie. El otro toma por el cuello una de las botellas y la rompe golpeándola contra la mesa.

lunes, julio 14, 2008

Confluencia

Laura está sentada sobre el piso del balcón mirando caer la lluvia. La última vez también llovía. Es como si el asunto estuviera siempre ahí rondando, y que las gotas que terminan por rebalsar el vaso son las que aporta la lluvia. No es que siempre que llueve, Laura quiera suicidarse, sino que un día lluvioso es parte necesaria de la ecuación que resulta en su intento de suicidio. Al igual que sucede con las puertas de madera, su depresión se hincha con la humedad.

Los semáforos parecen formar parte de una conspiración en contra de Claudio. La luz verde se comporta como los espejismos que se ven a lo lejos sobre la ruta, esos que se esfuman metros antes de que uno pueda alcanzarlos. Encima llueve, y cuando llueve la ciudad es un caos. Todo el mundo saca el auto, todo el mundo sale a la misma hora del trabajo, siempre la misma historia.

Evangelina camina sosteniendo un paraguas verde que le regaló mamá. Sobre el asfalto conviven nervios, bocinas, maniobras complicadísimas y decenas de autos y colectivos enredándose en un enjambre insoportable. En las veredas, el panorama no difiere demasiado. Superpoblación de peatones y sobre todo de paraguas. Se complican las veredas con tanto paraguas. Se crea una coreografía constante y pintoresca en la cual los refugios portátiles se elevan, descienden, se abren, se cierran, se vuelven a abrir…

Esta vez no habrá pastillas. Mamá o papá volverían a encontrarla inconsciente sobre su cama. Llamarían nuevamente al hospital para que la ambulancia pudiera venir a buscarla y los doctores estuvieran todavía a tiempo de hacerle un lavaje de estómago como el año pasado. Esta vez no habrá pastillas.

Con una mano sostiene el paraguas, con la otra, aprieta el celular contra la oreja para escuchar a su madre. Ha estado hablando con ella durante las últimas cinco cuadras. ¡Bueno mamá! Estoy yendo para allá, te sigo contando cuando llego. Nos vamos a quedar sin tema de conversación si no. Sí, me faltan un par de cuadras para llegar a la parada del 64. Más o menos en cuarenta minutos andaré por allá. Chau. Cómo habla mi vieja.

Laura se incorpora lentamente. Basta un paso para quedar junto a la baranda. Decidida levanta la pierna derecha y la pasa por sobre la plateada barra de hierro, hoy cubierta de gotas. Luego, con sumo cuidado, la izquierda. Está sentada. Decenas de metros entre el suelo y las plantas de sus pies, sus manos aprietan el hierro. No mira hacia abajo. Su mirada se clava en el edificio de enfrente. Nadie la mira.

Cuando puede, Claudio hunde el acelerador del Peugeot. Cristina debe estar como loca. Siempre lo mismo con vos Claudio, ¿algún día podremos llegar temprano a algún lugar? Odia entrar al cine con la película empezada. Ya está cerca, le faltan tres cuadras. Seguramente lo está esperando abajo, en el hall de entrada del edificio. Ni siquiera el último semáforo del trayecto lo perdona: rojo. Claudio golpea el volante y se detiene resignado. Detrás del Peugeot frena el 64.

El reloj, dedos que se aflojan, siete menos veinte de la tarde, lluvia, ventanillas levantadas, ojos que se cierran, qué frío que hace, embriague hundido, la depresión, el colectivo, luz verde, falta de decisión, primera, los dedos vuelven a aferrarse, liberar el embriague, teléfono, aceleración, otra vez mamá, se hace tarde, los dedos se sueltan, segunda, estoy por tomar el colectivo mamá, Cristina me va a matar, el peso hacia adelante, brazo estirado, tercera, caída libre, estallido de parabrisas, pérdida de control, teléfono celular en el aire, árbol, el 64, gritos, sangre, lluvia, vidrios, muerte, muerte, muerte.

miércoles, febrero 20, 2008

Azogalia




A simple vista, Azogalia era una ciudad como muchas otras. Estaba dividida en dos partes (Azogalia Norte y Azogalia Sur) por un río cuya principal característica era una perfecta y llamativa rectitud. Tal vez el río se permitiera alguna ondulación en las entrañas del bosque ubicado en el límite Oeste, desde donde surgía, o luego de perderse en las del bosque Este, pero nadie era capaz de asegurarlo. En realidad, se trataba de un único bosque; un inmenso y enmarañado anillo de árboles que rodeaba completamente la ciudad. Se hacía muy difícil navegar el río más allá de los límites de Azogalia, ya que allí, además de acercarse las orillas considerablemente entre sí, la espesura del bosque parecía abalanzarse sobre el agua.

Muy bien, puede decirse entonces que Azogalia era un poblado ubicado en una especie de gigantesco claro. Para completar la descripción geográfica, diremos que más allá del bosque Norte se levantaba una inmensa montaña que se cubría de nieve en invierno y que jamás había sido bautizada. Era simplemente “la montaña”. Todo parece indicar que la ausencia de nombre era consecuencia de que ningún habitante de Azogalia hubiera llegado jamás hasta su pie, y muchísimo menos a escalar sus laderas. A su vez (y esto sí se sabe con certeza), la explicación de esta última abstinencia radica en que los Azogálicos tenían un terror por el bosque que sistemáticamente se transmitía de generación en generación. Es decir: no había ningún problema con la montaña, lo inadmisible era adentrarse en el bosque para llegar hasta ella.

Tras esta breve introducción, pueden ser citadas las características que hacían de ésta una cuidad más que particular, y finalmente, ser narrados los hechos ocurridos en Azogalia. Hechos que vinieron a sacudir siglos de la más tranquila y cotidiana monotonía.

Desde el nacimiento mismo de la ciudad, tenía lugar en sus tierras algo muy particular: todo lo que existía y sucedía en Azogalia Norte se repetía de modo simétrico en Azogalia Sur; o viceversa, según como quisiera verse, porque todo ocurría simultáneamente. De esta manera si por ejemplo, en un determinado momento un hombre estornudaba en una esquina de Azogalia Norte, idéntica escena tenía lugar en una esquina de Azogalia Sur, como reflejada en un espejo.

Cada Azogálico y Azogálica tenía un doble del otro lado del río. Lo único que los diferenciaba era que si uno era diestro, el otro era zurdo y viceversa (En realidad, toda la estructura de sus cuerpos era opuesta; si A tenía un lunar en la mejilla derecha, B lo llevaba sobre la izquierda; incluso la disposición interna de sus órganos parecía ser el resultado de un reflejo). Cada casa, cada calle, cada árbol se encontraba replicado en ambos lados de la ciudad.

El alfabeto de los Azogálicos estaba constituido exclusivamente por símbolos simétricos, y las palabras se conformaban de manera tal que era posible leerlas en ambos sentidos. Los caracteres O, + y 8 podrían haber formado parte de ese alfabeto, y “O+8+O” o “V+V” podrían haber sido palabras escritas en Azogálico. Los textos se escribían y leían de arriba hacia abajo ubicando una sola palabra por línea. Los libros en Azogalia se imprimían sobre hojas mucho más altas que anchas que luego eran unidas por dos o tres argollas en el extremo superior. Esta forma de escritura hacía posible que los habitantes de ambas partes de la ciudad pudieran leer textos escritos al otro lado del río.

Existía en Azogalia un único puente. Estaba hecho de piedra y tenía muchísimos años de antigüedad. En ese entonces, los habitantes del Sur comenzaron la construcción simultáneamente con los del Norte, encontrándose exactamente sobre la mitad del río. El motivo de que ese puente fuera el único en la ciudad residía en que no tardaron en descubrir que el mismo carecía de toda utilidad. Cuando un Azogálico se disponía a cruzar el puente, su par iniciaba la misma acción en el extremo opuesto, encontrándose ambos irremediablemente en la mitad (a decir verdad, podrían haber previsto el fracaso: nunca había sido extraño ver pájaros colisionando sobre el río, era algo que sucedía constantemente). Al principio hubo algunos testarudos (por no decir idiotas) que insistían en sus intentos por cruzar, obteniendo no más que dolorosos choques de cabezas. Otros llegaban a la mitad del puente e intentaban coordinar los movimientos con su doble, pero era inútil. Cuando uno giraba hacia su izquierda el otro lo hacía hacia su derecha, impidiéndose mutuamente el paso. Finalmente se resignaron y entendieron que no podrían cruzar hacia la otra orilla. Al mismo tiempo se consolaron pensando en que estar de un lado u otro de la ciudad no suponía mayor diferencia.

Mas allá de esto, los Azogálicos eran gente sencilla y feliz, y su vida transcurría sin sobresaltos. Eso hasta que cierto día, ocurrió algo totalmente inédito en la historia de la ciudad: un viajero llegó hasta sus tierras. Hasta ese momento, Azogalia había permanecido totalmente aislada del resto del mundo; nadie había sabido de su existencia, así como tampoco sus habitantes conocían (ni estaban interesados en conocer) lo que pudiera haber más allá del bosque.

Se trataba de un hombre que varios años atrás había partido de su hogar para recorrer el mundo. Demostrando gran coraje y espíritu aventurero, había logrado caminar bordeando el río abriéndose paso entre el follaje, para finalmente ingresar en Azogalia por el extremo Este. Sintió gran felicidad al llegar a la ciudad, se encontraba extenuado y algo maltrecho luego de una larga y ardua travesía por el bosque. Luego de caminar algunos kilómetros por la orilla del río, encontró a un grupo de niños jugando uno de los juegos típicos de Azogalia, que consistía en ir hasta la orilla y arrojar piedras hacia el otro lado. El pasatiempo carecía de todo riesgo ya que las rocas chocaban indefectiblemente en el aire contra las lanzadas desde el extremo opuesto y caían al agua. Intentando ganar la confianza de los niños, el viajero levantó una pesada piedra del suelo y tomando un gran impulso, la arrojó con todas sus fuerzas hacia el otro lado.

Y ahí fue donde todo empezó, porque junto con el vidrio de una panadería, el equilibrio que había imperado hasta ese momento estalló en incontables añicos. ¡Por primera vez, podían encontrarse diferencias entre Azogalia del Norte y Azogalia del Sur! De un lado había un vidrio roto y un panadero insultando enérgicamente. Del otro, el vidrio seguía intacto y el panadero atendía tranquilamente a sus clientes.

Entonces el viajero divisó el puente a unos metros de allí y, totalmente avergonzado, corrió para cruzarlo y disculparse con el panadero. Les fue imposible comunicarse, ninguno podía entender ni una palabra de lo que el otro decía. En ambas orillas del río, los Azogálicos que se encontraban cerca del lugar, observaban absortos lo que sucedía. Los del Sur miraban el vidrio roto en la orilla opuesta y al viajero intentando comunicarse con el panadero, mientras que los del Norte se acercaban a la panadería para averiguar a que se debía semejante alboroto. El panadero sureño fue el primero en percatarse de que si observaba la orilla de enfrente, ya no veía a un hombre igual a él realizando idénticos movimientos. Sus ojos se abrieron enormemente, luego de lo cual echó a correr. Llegó hasta el puente lo más rápido que pudo y, con el corazón latiendo muy rápido dentro del pecho, lo cruzó. Al llegar al otro lado, continuó su carrera hasta quedar parado frente a su doble. Se miraron fijamente por unos segundos sin decir nada. Luego, ambos miraron al viajero y se abrazaron al tiempo que daban saltos y gritos de alegría. En otras zonas de la ciudad, el efecto especular aún seguía actuando, aunque a esa altura, sus horas estaban contadas.

Los días siguientes fueron, como era de esperar, de gran revolución. Como ahora podían cruzar el puente, para evitar confusiones entre los dobles, los Azogálicos del Sur comenzaron a identificarse con un distintivo verde en el pecho, mientras que los del Norte utilizaban uno rojo. Hubiera bastado con observar si una persona escribía de izquierda a derecha o en sentido contrario para determinar su orilla de origen, pero hay que reconocer que los distintivos eran más prácticos.

La nueva vida tenía también su lado triste. En los tiempos anteriores a la llegada del viajero, la muerte se producía de modo simétrico, pero ahora era muy duro para un Azogálico asistir al funeral de su opuesto.

Con el correr de los días y los años, los dos lados de la ciudad fueron diferenciándose entre sí hasta ser completamente distintos. Incluso varios puentes fueron construidos sobre el río. El paso del tiempo, también permitió que el viajero pudiera aprender el idioma y familiarizarse con las costumbres de la ciudad. Era la persona más querida y admirada, y se encontraba muy a gusto allí. Pero seguía siendo un viajero y, sobre todo, un aventurero, por lo cual un día decidió partir. Aunque la noticia causó gran congoja, se realizaron varias fiestas de despedida. El viajero decidió que seguiría su camino atravesando el bosque Norte y escalando la gran montaña, cuyo pie alcanzó luego de una extensa caminata entre los árboles. Era primavera, por lo cual las laderas estaban vestidas de un verde brillante y amigable. Varias horas, casi un día y medio, tardó en escalar hasta la cima. Cuando le faltaban algunos metros para cruzar hacia el otro lado, giró sobre sí para observar Azogalia por última vez. Se trataba sin dudas, al menos hasta ese momento, de la mejor estación de su largo viaje. Mientras miraba hacia abajo, respiró hondo sintiéndose satisfecho y regocijado por haber podido romper el equilibrio que de otra forma aún seguiría intacto. Volvió a girar y entonces sí, se dispuso a cruzar hacia el otro lado de la montaña. Ahí fue que se encontraron, como dos pájaros queriendo sobrevolar el río.

miércoles, enero 09, 2008

Cambios

Recorre su jardín desparramando un puñado de pasos sobre el verde al que, sin notarlo, se ha acostumbrado. Desde que tiene memoria el árbol de sus días se deshoja lento y sereno. Sin un destino establecido, se deja llevar por sus pies que, descalzos, despeinan el pasto. Cierra los ojos para ofrecer su rostro al sol, mientras su mente juega a encontrar recuerdos de esos que dibujan sonrisas.


De pronto un escalofrío, como un fantasma helado y fugaz, recorre su espalda. Algo no está bien… No sabe qué exactamente, pero el aire está raro. Gradualmente la brisa comienza a perder su paz para desbocarse en vientos furiosos. Nubes vestidas de grises oscuros hacen vibrar el suelo bajo sus pies. La luz que el sol regalaba está ahora atrapada en el cofre de algún instante ya consumado. Instante que perdurará eternamente allí donde nada puede alterarse. Entonces un relámpago abre una herida blanca en el cielo y la lluvia llega para inundar sin piedad, improvisando ríos que arrastran todo a su paso y arrancan las raíces de su esperanza. Siente miedo, se siente pequeña: demasiado pequeña ante la inmensidad y sólo le queda llorar. Sus lágrimas se pierden en el río que la arrastra. A la deriva y ya sin fuerzas, naufraga entregando su alma a una noche que detiene a su antojo el paso del tiempo, extendiéndose imposible.

...

Reina la claridad de un día nuevo y los párpados no son refugio suficiente para sus ojos. Despierta, y aunque todavía se siente aturdida, una blanca sensación de paz descansa en su pecho. El viento sopla frío: en contadas ocasiones lo ha hecho de otro modo en el epílogo de una tormenta. Sopla y de a poco le devuelve al cielo el azul que había perdido; empuja y despierta oleajes tímidos en los charcos que ayer fueron río.

Con el pelo y la ropa todavía húmedos, encoje los hombros y cruza los brazos mientras recorre el lugar al que, sin decidirlo, ha llegado: el viento y los charcos son indicios de que la lluvia realmente existió, de que ese río impiadoso que la arrastró durante horas eternas no fue parte de algún sueño oscuro.


Recuerda su peor momento, cuando la corriente ahogó sus esperanzas convenciéndola de que no había forma de resistir ante semejante fuerza. Sin embargo aquí está, caminando nuevamente. Es cierto, nada volverá a ser como antes y en cierta forma eso la angustia: su cuerpo ya no es el mismo, ella ya no es la misma. El dolor que hoy alimentan los golpes y los rasguños se apagará con el correr de los días pero las cicatrices no van a abandonarla. Se encuentra lejos de su jardín y no se engaña: nunca volverá a pisarlo, probablemente ni siquiera exista ya…