lunes, mayo 16, 2011

Acoso

Camina por Santa Fe con las manos en los bolsillos del sobretodo. Todavía no se dio cuenta de que lo está siguiendo. Se detiene por un momento cuando llega a Billinghurst pero en seguida acelera el paso y cruza justo antes de que pase el taxi. Escucha el bocinazo, gira la cabeza y le dedica al chofer un par de puteadas. Camina algunos pasos más y ella, que cruzó detrás de él, le roza el pelo. Lleva su mano a la nuca y se rasca brevemente sin dejar de caminar. Ahora le toca la oreja. Con una mueca malhumorada gira y la ve. No duda en arrojarle un manotazo que ella esquiva ágilmente. El segundo intento de ataque es más efectivo: una palmada sobre el antebrazo donde se acaba de posar, y a la mierda con la mosca.

martes, diciembre 28, 2010

Lorena

Tiene ese tipo de belleza que hipnotiza, que es de algún modo magnética o capaz de irradiar cierta clase de energía invisible. Porque minas lindas hay muchas, pero están éstas, como Lorena, en las que la belleza se confunde con la hechicería. Es de esas mujeres que a lo lejos, sin saber exactamente cómo son sus facciones o el color de sus ojos, uno intuye preciosas.

Si la vereda está despejada, hay tipos que a media cuadra o más de distancia ya la detectan y actúan en consecuencia: si caminan con alguien más, empiezan a los codazos; si en cambio van solos, algunos se muerden el labio mientras fruncen la frente, otros dan una palmada resignada y hay quienes pronuncian alguna frase para sus adentros o piensan en algún piropo. Después, cuando la tienen cerca, confirman la intuición previa: Lorena es increíblemente hermosa. No son los ojos verdes, ni el pelo castaño, ni la boca, ni las piernas o alguna parte de su cuerpo en especial. Es todo eso junto y la armoniosa manera en que está dispuesto.


Es muy raro que un hombre no la mire cuando la cruza, o si la ve sentada en un banco de plaza o en la fila para tomar el colectivo. En realidad no encuentro muchas razones que puedan justificar no mirarla, pero algunas podrían ser estar muy (pero muy) compenetrado en algún pensamiento, tener menos de doce años o ser corto de vista.

Hasta acá no conté nada del otro mundo, quién no ha visto alguna vez a una Lorena caminando por la calle. Pero si hay algo que la diferencia de la mayoría de las mujeres es que ella va al frente, no se queda así nomás ante tanta mirada embobada. Cuando nota que alguien la viene mirando, ella le clava los ojos también y ahí los deja como estableciendo un duelo. A veces mantiene la mirada hasta el final, otras la baja y se sonríe justo unos pasos antes del cruce. Los tipos se sorprenden, se vuelven locos. Como mínimo dan media vuelta y se quedan pasmados mirando cómo se aleja esa increíble mujer que les acaba de dejar una sonrisa o un guiño. Hay otros que no dudan en abandonar el destino que tenían para seguirla, caminarle a la par algunas cuadras, hablarle, intentar continuar con la conquista que parece haber comenzado con el pie derecho. Conoce todos los chamuyos habidos y por haber. Después de un rato los despacha con alguna excusa. “Volvamos a vernos linda, te dejo mi tarjeta”. Tiene tantas que podría empapelar el cuarto donde vive.

En el subte o en el colectivo tiene sus tácticas también. Si va sentada, sabe que cruzar las piernas le asegura una avalancha de miradas. También desabrochar algún botón de la camisa, sobre todo para los que van parados, esos tienen mejor perspectiva. Ni hablar si se acerca a algún pasajero para preguntarle en qué estación tiene que bajarse para ir a tal calle o a equis plaza.

Ricardo es hermano de Lorena. Si uno los mira bien, se da cuenta de que tienen varios rasgos en común, aunque Ricardo no tiene ni por asomo la belleza de su hermana. Viven los dos juntos en el Once, en una pensión que está sobre la calle 24 de Noviembre. Lorena apenas se acuerda de su papá y no tiene memorias de su madre. Ricardo es varios años mayor y tiene algún vago recuerdo de su mamá, pero en cambio sí se acuerda perfectamente de su padre. De hecho fue de él que aprendió, entre otras cosas, el arte del carterismo. Es como ser mago o prestidigitador, la mano más rápida que la vista. Hay que esperar el momento adecuado para actuar, el momento de distracción. Durante mucho tiempo fueron las frenadas en colectivos llenos, los cruces de avenidas en horas pico, los tumultos de gente.

De un tiempo a esta parte, son los tipos que se dan vuelta para mirarle el culo a su hermana, los que le espían el escote en el colectivo o simplemente le explican como llegar a Plaza de Mayo. Hay días y días, pero cada tanto se pesca alguna billetera gorda, y con eso van tirando en la pensión.

La huerta

No es algo que se le haya ocurrido hoy. Incluso antes de mudarse a la nueva casa, cuando el empleado de la inmobiliaria los trajo para verla, la mujer de Carlos dijo que en caso de comprarla, además de uno o dos canteros con flores le gustaría mucho hacer una huerta. Pasadas unas tres semanas desde aquel día, la tarde del domingo es realmente agradable y se presta para trabajar en el jardín. Laura hace pocitos en la tierra y planta de a una las petunias. Mas tarde será el turno de las alegrías del hogar y de los pensamientos que también compró el viernes en el vivero. Allí mismo consiguió las semillas de lechuga criolla y mantecosa, tomate, acelga y zanahoria y aprovechó para instruirse un poco en materia de horticultura. “Surcos de una pala de profundidad y lo que queramos de largo” le indicó a Carlos un rato antes, mientras él tiraba del alargue y acomodaba la radio sobre una silla. Ahora que ya no viven en La Paternal, ir a la cancha del Bicho quedará para algún que otro domingo. Además hoy juegan de visitantes en la Bombonera con lo que, de todas formas, tampoco hubiera ido. Mientras Víctor Hugo Morales grita que la pelota pasó a centímetros del travesaño, Carlos hinca la primera palada en el suelo y se da cuenta de que la tarea no va a ser nada sencilla con la tierra así de dura.

El comisario Gamboa hace una seña de luces, acelera y pasa la encrucijada sin frenar. Las calles del sur de Buenos Aires están desiertas, la madrugada es húmeda y calurosa. Acostado sobre el asiento de atrás viaja Alberto Brizuela. Tiene las manos esposadas, el cuerpo golpeado y la cara manchada de sangre. Cuando Brizuela violó a la primera de las mujeres, Gamboa apenas tomó nota del asunto. Rutina, cosas que uno escucha seguido siendo comisario. Se designa a gente para el seguimiento del caso y a otra cosa. Después de la segunda violación, la preocupación fue un poco mayor. La gente del barrio empezó a inquietarse y a Gamboa siempre le gustó tener las cosas bajo control. Ajustó un poco las tuercas y pegó un par de gritos como para que se pusieran a trabajar en serio y encontraran al tipo de una buena vez. El asunto pasó a ser personal cuando se supo que la tercera víctima había sido, casualidad o no, Victoria Gamboa, hija menor del comisario. Nadie hubiera querido estar en los zapatos de los policías de esa comisaría a la mañana siguiente. Gamboa era pura furia y había que soportarlo. Contra lo que muchos habían vaticinado, el violador volvió a actuar algunos días después y esa vez, con todo el departamento de policía movilizado para atraparlo, no logró escapar. Gamboa agradeció a sus hombres y les hizo saber que él se ocuparía del asunto. El señor comisario no comía vidrio. Las buenas migas con la gente correspondiente se hicieron en su momento y ahora mira a Brizuela por el espejo retrovisor sabiendo que cuenta con el aval para resolver la situación a su manera. Eso sí, le pidieron que tratara de ser discreto y de no dejar rastros. El río puede ser traicionero y devolver la evidencia; la tierra es mejor siempre y cuando esté en algún lugar alejado, como la zona de baldíos que está allá por Monte Grande. Gamboa estaciona el auto y apaga las luces. Obliga a bajar a Brizuela, lo insulta, lo golpea y se adentra junto con él en el pastizal. Algunos minutos después, el sonido seco del disparo se pierde en la noche.

Carlos acaba de terminar con el último de los surcos. Laura le da un beso en la mejilla y le agradece. “¿Ah, sabés qué? La mujer del vivero me dijo que conviene hacer una abonera. Un pozo para ir tirando restos de comida, cáscaras de fruta y ese tipo de cosas. Lo vamos mezclando con tierra y tenemos abono para la huerta. Dale, un esfuercito más. No sé, por allá, al lado del tapial.”

Carlos y Gamboa toman la pala. Jardinero y enterrador eligen exactamente el mismo punto para empezar con el pozo. Latitud y longitud, cosas del azar. Carlos se alivia al comprobar que en esa zona la tierra es más blanda, incluso húmeda. “Será que acá tiene más sombra”. El barro se pega en las palas y dificulta la tarea, los dos las limpian restregándolas contra el pasto y terminan de despegar la tierra mojada con el taco del zapato. Carlos se seca la frente con el brazo y pregunta si así está bien. “Un poquito más profundo y te juro que no te molesto más por hoy”. Rechina la pala de Gamboa, rechina la pala de Carlos. Las gotas de transpiración les caen sobre los ojos y ambos están agitados, sobre todo Gamboa: una tumba requiere más esfuerzo que una abonera. Carlos vuelve a llamar a Laura, que esta vez da su aprobación. Al menos hoy no van a tener oportunidad de encontrarse con Brizuela, aquel día el comisario cavó un poco más profundo.

sábado, marzo 07, 2009

Trizas



Siempre me gustó dibujar. No se si soy un dibujante, ¿qué es ser un dibujante? Si todo aquel que dibuja es un dibujante, entonces sí, soy uno. Si en cambio lo es aquel que vive del dibujo, que trabaja dibujando, entonces no lo soy. De todas formas, ¿qué importa? No podría ni siquiera estimar la cantidad de veces que me he encontrado haciéndole planteos de este tipo a la persona que soy. Tal vez algún día logre desterrar tanta pregunta estúpida, y dedicarme a hacer sin pensar tanto, sin que me preocupe lo que alguien más pueda decir. Si al fin y al cabo es totalmente inofensivo lo que hago. Genial, bueno, malo o pésimo, pero inofensivo. Un dibujo feo no matará a nadie supongo. Tampoco una mala canción o un cuento mal contado. Distinto es lo que ocurre con otras disciplinas, como la medicina por ejemplo. La mala praxis sí mata gente, entonces es algo que debe ser tomado con algún grado mayor de responsabilidad. En fin, la cuestión es que suelo hacer dibujos en mis ratos libres porque disfruto haciéndolos y no tengo nada más que explicar al respecto.


Aquella noche comencé a improvisar algunos trazos con el lápiz, simplemente a pasearlo sobre la hoja en blanco (aún hoy se trata de mi forma de empezar cuando no sé que es lo que voy a retratar, además muchos de los que considero mis mejores dibujos han comenzado de esa manera). Al principio no pude vislumbrar ninguna forma, ninguna idea a partir de mis garabatos. Miraba aquellas líneas buscando alguna figura, como lo hacía de chico con mis amigos, observando las nubes acostado boca arriba sobre el pasto de la plaza. Ante mi frustrante falta de imaginación, fui hasta la cocina a poner la pava sobre la hornalla. Después preparé el saquito de té y empecé a juguetear con las dos cucharadas de azúcar que en el fondo de la taza aguardaban la inminente disolución. La punta de la cuchara levantaba algunos granitos blancos, luego giraba y los dejaba caer. Cualquiera que me hubiese visto en aquel momento hubiera pensado que yo estaba profundamente concentrado en mi tarea de levantar y dejar caer el azúcar, dado que mis ojos parecían observar atentamente aquel movimiento que se repetía cíclicamente. En realidad, mi mirada estaba perdida, miraba sin mirar mientras yo continuaba hurgando en mi imaginación en busca de alguna idea. De pronto el silbido agudo del vapor me devolvió bruscamente a la cocina del departamento. Volqué el agua hirviendo y llevé la taza hasta la mesa donde, incluso antes de sentarme, pude verlo: un hombre con los brazos abiertos, como crucificado. Sin embargo la idea de un crucifijo no me sedujo demasiado. A medida que iba dando detalle al cuerpo intentaba decidir como continuar con mi flamante obra. No me resultaba nada fácil, mi imaginación no lograba pergeñar algún boceto capaz de convencerme, especialmente por la posición en la que aquel hombre permanecía. La cabeza gacha, los brazos extendidos en cruz, las piernas juntas… Buscando abstraerme retiré la mirada de la hoja, apoyé el codo sobre la mesa y luego la sien sobre el puño. Así, con la mirada torcida, pude ver cómo una paloma se posaba sobre la baranda del balcón. Luego de permanecer allí unos pocos segundos retomó su vuelo nocturno. Inmediatamente le arrebaté el lápiz a mi boca y me dispuse a dotar a mi criatura de un par de alas. Las hice nacer desde sus brazos y no en la espalda: le di alas de pájaro. Mi personaje no era un ángel ni nada que se le pareciera, era un hombre con alas en sus brazos. A todo esto, el té se había enfriado completamente.


No se por qué, pero una sensación muy extraña me invadió al verla sentada sobre aquel banco. Permanecía posada ahí, inmóvil, era como si se hubiera mimetizado con el banco de piedra.

Me acerqué lentamente y luego de mirarla durante algunos segundos le pregunté si se encontraba bien. No obtuve respuesta. Ni siquiera logré sacarla de su hipnosis. Se tornaba bastante difícil, más bien imposible, darle un nombre al color de sus ojos. Era en cambio inevitable notar que, aunque su naturaleza no les permitía hablar ni emitir sonido, de algún modo gritaban una angustia insoportable. Un vestido rojo salpicado de pequeños lunares blancos cubría la fragilidad de su cuerpo. Levanté la mirada y busqué quien sabe qué cosa alrededor. No encontré más que un sinfín de personas grises caminando indiferentes (el mismo ejército del cual yo había formado parte hasta el momento en que la ví). Pregunté nuevamente con idéntico resultado.

Cuando me disponía a ir en busca de algún tipo de ayuda, me detuve repentinamente. Una ráfaga de aire fresco había llegado desde el río, aunque no fue eso lo que me detuvo. Como cobrando vida a partir de aquel soplo, su brazo izquierdo había abandonado el letargo para comenzar a moverse lentamente. Una vez que estuvo estirado, el dedo índice se extendió señalando algo o alguien a mis espaldas. Casi sin proponérmelo, respondiendo a un reflejo totalmente atávico, giré mi cabeza.

Allí estaba, al otro lado de la calle: fría, sin vida, oscura como siempre. No podría decir cuantas veces había pasado junto a aquella estatua. Lo que si puedo asegurar es que nunca antes la había visto como lo hice en aquel momento. Sencillamente me refiero al hecho de que jamás me había detenido a observarla. Era la figura de un hombre, más o menos de tamaño real. Permanecía cabizbajo, parado sobre un pedestal, sus piernas estaban juntas. Tenía los brazos abiertos, como clavados a una cruz invisible. Y era precisamente allí, en sus brazos, donde nacía el rasgo más sobresaliente de aquella figura: un enorme par de alas, semejantes a las de un cóndor o un albatros.

Volví a mirarla a los ojos. Pregunté si era la estatua, si había algún problema con ella. Asintió antes de bajar el brazo. Luego, bajó también la mirada, depositándola en sus zapatos negros. Balbuceó algo que no llegué a comprender, pero las palabras vibraron al atravesar el nudo de su garganta y eso sí pude entenderlo. El tono de su voz era totalmente acorde con la expresión de sus ojos. La muchacha sentada en el banco parecía estar esperando algún tipo de suceso o acontecimiento que la angustiaba infinitamente pero que a la vez le resultaba imposible de evitar (sino no podía explicarme porqué no se levantaba y abandonaba el lugar).

De pronto ocurrió algo que me conmovió profundamente: la joven se incorporó y, luego de una honda inspiración, lanzó un alarido agudísimo que me paralizó. En seguida dio un cuarto de giro y comenzó a correr desesperadamente por la vereda. Tuve la sensación de que se llevaba algo que me pertenecía, de que me arrebataba algo que no estaba dispuesto a perder. Eché a correr para perseguirla lo más rápido que pude, pero se escapaba. Luego de varios segundos de carrera sucedió algo que volvió a dejarme atónito (aunque no dejé de correr): un extraño movimiento tenía lugar en la espalda de mi perseguida. Debajo del vestido, algo se contorsionaba y parecía crecer rápidamente. Entonces, la tela de las mangas y la espalda fue rasgada por un majestuoso par de alas que brotó y se sacudió como disfrutando al fin de una libertad añorada durante demasiado tiempo. Sin detener su marcha, la muchacha (ahora muchacha alada) extendió los brazos y comenzó a elevarse dando aletazos lentos y espaciados que movían el aire provocando un sonido denso y grave. La confusión me cubría de pies a cabeza y parecía reírse a carcajadas de mis ojos abiertos cómo nunca antes; y aún había más: en seguida comencé a sentir un extraño ardor en mis brazos. Desde los hombros hasta los codos el calor creció en intensidad hasta quemarme insoportablemente. Pude oír la tela de mi saco desgarrándose, cediendo ante las alas que buscaban salir desesperadamente, como si allí adentro les faltara el aire. Increíblemente pude controlarlas con gran precisión, cómo si siempre hubiera contado con ellas. Parecía ser algo instintivo, y así mis suelas se despegaron del piso. Seguí volando tras ella, pero ya no sentía la necesidad de alcanzarla, ahora entendía que me estaba guiando, que sólo debía seguirla. Cuando alcanzamos varios metros de altura, miré hacia abajo. En la vereda, varias personas corrían y se agrupaban en torno a un hombre tirado en el suelo, junto al banco de piedra.


Desperté con un movimiento abrupto que me dejó sentado en la cama. Agitado y totalmente transpirado, me llevó algunos segundos dejar de temblar. En la oscuridad de la noche me levanté y, decidido, me dirigí a la mesa del comedor. No pude evitar el escalofrío cuando lo ví. Inmediatamente, tomé el papel entre mis manos y, a modo de exorcismo, lo rompí en tantos pedazos como me fue posible. Los dejé caer desde el balcón y me quedé observando cómo giraban graciosamente en el aire, esparciéndose hasta alcanzar el suelo.


martes, diciembre 09, 2008

Almuerzo y el color

Ocurrió que una mañana del mes de Marzo la señorita Almuerzo despertó a mitad de una pesadilla. Cuando se percató de que aquella situación tan pero tan horrible no era real, respiró aliviada y se dispuso a comenzar su jornada. Luego de una ducha caliente se dirigió hasta su placard y buscó allí la pollera blanca y la blusa roja. Grande fue su sorpresa al ver que la blusa ya no era roja sino de un color que nunca antes había visto. Ni si quiera se parecía a alguno de los colores que todo el mundo conoce. En ese momento pensó que aquel nuevo color combinaría perfectamente con la pollera marrón. A medida que continuó con su rutina, fue descubriendo que todo lo que hasta el día anterior había sido de color rojo (su taza favorita, el reloj de la cocina, el botón de alarma del ascensor, la luz superior de los semáforos, el colectivo de la línea 62) ahora era de este color inédito.

Cuando llegó al trabajo, su amiga la señorita Albricias puso cara de horror y le preguntó cómo era que se le había ocurrido combinar rojo con marrón. En ese momento fue que la señorita Almuerzo pudo confirmar lo que ya venía sospechando: las cosas rojas seguían siendo tan rojas como siempre, sólo que ella las percibía en otra tonalidad.

Aunque lo intentó, le fue imposible explicar a sus compañeros de oficina cómo era este nuevo color. Le hacían preguntas del tipo: ¿Es tirando a amarillo? ¿Una mezcla de azul con verde? ¿Naranjita? No, no y no. Nada de eso, el color que ella veía se parecía tanto a cualquiera de esos colores como el rojo se parece al azul o el verde al amarillo. Transcurridos varios minutos, la señorita Almuerzo comprendió que sería imposible describir su color y sutilmente cambió el tema de conversación.

Al salir del trabajo se dirigió a la guardia del hospital donde esperó a que un oftalmólogo pudiera atenderla. El doctor Imprevisto la revisó y encontró todo perfectamente en orden. De todas formas, le comentó a la paciente que el caso le llamaba poderosamente la atención ya que nunca antes había escuchado algo igual.

De vuelta en su departamento, la señorita Almuerzo cenó tranquilamente. Comió una manzana no-roja de postre y se acostó a dormir. A la mañana siguiente despertó y esta vez no interrumpió ninguna pesadilla. Con una ambigua mezcla de alivio y aflicción observó la blusa roja sobre la silla.

lunes, noviembre 10, 2008

Proskenion

La puerta vaivén mezcló durante algunos segundos el aire frío de la noche con el vaho cálido del bar. Los vidrios lloran cuando es así. Condensación. El recién ingresado caminó hasta la barra y se sentó sobre una de las banquetas de madera. Antes, en el trayecto, saludó a los habitués del lugar sentados a las mesas. Viejos conocidos. Cerca, banqueta vacía de por medio, un nuevo desconocido. Borracho. Cualquiera lo hubiera notado a un kilómetro de distancia. Saludó al hombre tras la barra y le pidió lo de siempre. Cerveza. El borracho tomaba Whisky. Su espalda estaba tan encorvada como una herradura y parecía que iba a caerse en cualquier momento. No levantó la mirada, sólo el índice derecho para pedir otra medida. Era una noche tranquila en el bar. Demasiado tranquila. Por eso el hombre se mostró interesado cuando después de algunos minutos, con una seña y un balbuceo cargado de alcohol, su vecino lo invitó a sentarse en la banqueta vacía. Pensó que, aún sin ser un programa enormemente prometedor, intercambiar algunas palabras podría ser más interesante que seguir mirando el televisor.


- Buenas noches mi amigo. Lo estaba observando y pensé que tal vez podría estar usted interesado en escuchar algunas cosas que tengo para contarle. Por eso me tomé el atrevimiento de invitarlo a acercarse.


Arrastraba un poco las palabras, pero podía entenderse lo que decía.


- Es del teatro que quiero hablarle. No, no de ese teatro, de ninguno que usted conozca. O mejor dicho, de ninguno que usted recuerde. Porque usted ha estado en el teatro al que me refiero, miles de veces. Todos han estado allí. Todos lo visitan cada vez que duermen, pero ninguno lo recuerda.


Un demente. Absolutamente loco. Hay que seguirles la corriente. Prometía ser divertido.


- Créame que cada vez que usted se duerme, aparece en el teatro. No está en ningún lugar, no se puede llegar despierto. Y no me malinterprete, no hablo de sueños. Los sueños sí se recuerdan a veces. En cambio nunca nadie recuerda haber estado en el teatro. Sucede en el instante mismo en que usted se duerme. ¿Puede acaso describir o decir que siente en el momento preciso en que pasa de la vigilia al sueño? Todos lo experimentan a diario, pero nadie podría describirlo, porque no es posible recordarlo. Ahí es cuando sucede. Usted ingresa caminando, el lugar está completamente vacío. Cientos de butacas. Rotas, algunas más que otras, arañadas, luciendo el despojo de lo que alguna vez fuera un rojo oscuro, profundo, elegante. El encierro sofoca, el aire asquea y se pega a la garganta con un olor agrio al que uno se acostumbra lentamente. Poca luz, muy poca. Lúgubre. Esa es la palabra que mejor lo define. Podría encontrar centenares de calificativos, pero el teatro es por sobre todas las cosas un lugar lúgubre.

Cuando finalmente se decide por una de las butacas, usted toma asiento. Único espectador. El telón se abre y los actores entran al escenario para representar por enésima vez la misma escena: la escena de su muerte. Una y otra vez, siempre que visita el teatro, usted asiste a la representación de sus últimos minutos de vida. La escenografía es siempre pobre, precaria. Apenas lo necesario, incluso menos. Pocos actores, muchas veces uno sólo. Pisan el escenario con desgano, repitiendo la misma escena para el espectador que la olvidará apenas deje el lugar. Actos cortos. Suicidios, ataques de corazón, accidentes de auto, asesinatos. Ingresan, actúan, el telón se cierra y usted abandona el lugar.

Dicen que si bien la gente no recuerda lo que observa en el teatro, cuando por fin le llega la hora, tiene la extraña sensación de haber vivido ese momento. Déjà Vu. Lo que ya se ha visto.


El hombre palmeó un par de veces la espalda arqueada del borracho. Mientras pagaba lo que le correspondía, le dijo que ya era hora de irse, al menos para él.


- Me voy a dormir, me voy al teatro – dijo con una sonrisa, mezcla de burla y compasión.

- No esté tan seguro – respondió el borracho mirándolo a los ojos por primera vez en la noche.


Un escalofrío le recorrió la espalda.


El telón se abre lento. Sobre el escenario, una mesa y dos sillas. Sobre la mesa, algunas botellas. Ingresan dos actores. Se sientan dando la espalda al público. Hacen mímica, simulan una conversación en el más completo de los silencios. Luego de algunos segundos uno de ellos se pone de pie. El otro toma por el cuello una de las botellas y la rompe golpeándola contra la mesa.

lunes, julio 14, 2008

Confluencia

Laura está sentada sobre el piso del balcón mirando caer la lluvia. La última vez también llovía. Es como si el asunto estuviera siempre ahí rondando, y que las gotas que terminan por rebalsar el vaso son las que aporta la lluvia. No es que siempre que llueve, Laura quiera suicidarse, sino que un día lluvioso es parte necesaria de la ecuación que resulta en su intento de suicidio. Al igual que sucede con las puertas de madera, su depresión se hincha con la humedad.

Los semáforos parecen formar parte de una conspiración en contra de Claudio. La luz verde se comporta como los espejismos que se ven a lo lejos sobre la ruta, esos que se esfuman metros antes de que uno pueda alcanzarlos. Encima llueve, y cuando llueve la ciudad es un caos. Todo el mundo saca el auto, todo el mundo sale a la misma hora del trabajo, siempre la misma historia.

Evangelina camina sosteniendo un paraguas verde que le regaló mamá. Sobre el asfalto conviven nervios, bocinas, maniobras complicadísimas y decenas de autos y colectivos enredándose en un enjambre insoportable. En las veredas, el panorama no difiere demasiado. Superpoblación de peatones y sobre todo de paraguas. Se complican las veredas con tanto paraguas. Se crea una coreografía constante y pintoresca en la cual los refugios portátiles se elevan, descienden, se abren, se cierran, se vuelven a abrir…

Esta vez no habrá pastillas. Mamá o papá volverían a encontrarla inconsciente sobre su cama. Llamarían nuevamente al hospital para que la ambulancia pudiera venir a buscarla y los doctores estuvieran todavía a tiempo de hacerle un lavaje de estómago como el año pasado. Esta vez no habrá pastillas.

Con una mano sostiene el paraguas, con la otra, aprieta el celular contra la oreja para escuchar a su madre. Ha estado hablando con ella durante las últimas cinco cuadras. ¡Bueno mamá! Estoy yendo para allá, te sigo contando cuando llego. Nos vamos a quedar sin tema de conversación si no. Sí, me faltan un par de cuadras para llegar a la parada del 64. Más o menos en cuarenta minutos andaré por allá. Chau. Cómo habla mi vieja.

Laura se incorpora lentamente. Basta un paso para quedar junto a la baranda. Decidida levanta la pierna derecha y la pasa por sobre la plateada barra de hierro, hoy cubierta de gotas. Luego, con sumo cuidado, la izquierda. Está sentada. Decenas de metros entre el suelo y las plantas de sus pies, sus manos aprietan el hierro. No mira hacia abajo. Su mirada se clava en el edificio de enfrente. Nadie la mira.

Cuando puede, Claudio hunde el acelerador del Peugeot. Cristina debe estar como loca. Siempre lo mismo con vos Claudio, ¿algún día podremos llegar temprano a algún lugar? Odia entrar al cine con la película empezada. Ya está cerca, le faltan tres cuadras. Seguramente lo está esperando abajo, en el hall de entrada del edificio. Ni siquiera el último semáforo del trayecto lo perdona: rojo. Claudio golpea el volante y se detiene resignado. Detrás del Peugeot frena el 64.

El reloj, dedos que se aflojan, siete menos veinte de la tarde, lluvia, ventanillas levantadas, ojos que se cierran, qué frío que hace, embriague hundido, la depresión, el colectivo, luz verde, falta de decisión, primera, los dedos vuelven a aferrarse, liberar el embriague, teléfono, aceleración, otra vez mamá, se hace tarde, los dedos se sueltan, segunda, estoy por tomar el colectivo mamá, Cristina me va a matar, el peso hacia adelante, brazo estirado, tercera, caída libre, estallido de parabrisas, pérdida de control, teléfono celular en el aire, árbol, el 64, gritos, sangre, lluvia, vidrios, muerte, muerte, muerte.

miércoles, febrero 20, 2008

Azogalia




A simple vista, Azogalia era una ciudad como muchas otras. Estaba dividida en dos partes (Azogalia Norte y Azogalia Sur) por un río cuya principal característica era una perfecta y llamativa rectitud. Tal vez el río se permitiera alguna ondulación en las entrañas del bosque ubicado en el límite Oeste, desde donde surgía, o luego de perderse en las del bosque Este, pero nadie era capaz de asegurarlo. En realidad, se trataba de un único bosque; un inmenso y enmarañado anillo de árboles que rodeaba completamente la ciudad. Se hacía muy difícil navegar el río más allá de los límites de Azogalia, ya que allí, además de acercarse las orillas considerablemente entre sí, la espesura del bosque parecía abalanzarse sobre el agua.

Muy bien, puede decirse entonces que Azogalia era un poblado ubicado en una especie de gigantesco claro. Para completar la descripción geográfica, diremos que más allá del bosque Norte se levantaba una inmensa montaña que se cubría de nieve en invierno y que jamás había sido bautizada. Era simplemente “la montaña”. Todo parece indicar que la ausencia de nombre era consecuencia de que ningún habitante de Azogalia hubiera llegado jamás hasta su pie, y muchísimo menos a escalar sus laderas. A su vez (y esto sí se sabe con certeza), la explicación de esta última abstinencia radica en que los Azogálicos tenían un terror por el bosque que sistemáticamente se transmitía de generación en generación. Es decir: no había ningún problema con la montaña, lo inadmisible era adentrarse en el bosque para llegar hasta ella.

Tras esta breve introducción, pueden ser citadas las características que hacían de ésta una cuidad más que particular, y finalmente, ser narrados los hechos ocurridos en Azogalia. Hechos que vinieron a sacudir siglos de la más tranquila y cotidiana monotonía.

Desde el nacimiento mismo de la ciudad, tenía lugar en sus tierras algo muy particular: todo lo que existía y sucedía en Azogalia Norte se repetía de modo simétrico en Azogalia Sur; o viceversa, según como quisiera verse, porque todo ocurría simultáneamente. De esta manera si por ejemplo, en un determinado momento un hombre estornudaba en una esquina de Azogalia Norte, idéntica escena tenía lugar en una esquina de Azogalia Sur, como reflejada en un espejo.

Cada Azogálico y Azogálica tenía un doble del otro lado del río. Lo único que los diferenciaba era que si uno era diestro, el otro era zurdo y viceversa (En realidad, toda la estructura de sus cuerpos era opuesta; si A tenía un lunar en la mejilla derecha, B lo llevaba sobre la izquierda; incluso la disposición interna de sus órganos parecía ser el resultado de un reflejo). Cada casa, cada calle, cada árbol se encontraba replicado en ambos lados de la ciudad.

El alfabeto de los Azogálicos estaba constituido exclusivamente por símbolos simétricos, y las palabras se conformaban de manera tal que era posible leerlas en ambos sentidos. Los caracteres O, + y 8 podrían haber formado parte de ese alfabeto, y “O+8+O” o “V+V” podrían haber sido palabras escritas en Azogálico. Los textos se escribían y leían de arriba hacia abajo ubicando una sola palabra por línea. Los libros en Azogalia se imprimían sobre hojas mucho más altas que anchas que luego eran unidas por dos o tres argollas en el extremo superior. Esta forma de escritura hacía posible que los habitantes de ambas partes de la ciudad pudieran leer textos escritos al otro lado del río.

Existía en Azogalia un único puente. Estaba hecho de piedra y tenía muchísimos años de antigüedad. En ese entonces, los habitantes del Sur comenzaron la construcción simultáneamente con los del Norte, encontrándose exactamente sobre la mitad del río. El motivo de que ese puente fuera el único en la ciudad residía en que no tardaron en descubrir que el mismo carecía de toda utilidad. Cuando un Azogálico se disponía a cruzar el puente, su par iniciaba la misma acción en el extremo opuesto, encontrándose ambos irremediablemente en la mitad (a decir verdad, podrían haber previsto el fracaso: nunca había sido extraño ver pájaros colisionando sobre el río, era algo que sucedía constantemente). Al principio hubo algunos testarudos (por no decir idiotas) que insistían en sus intentos por cruzar, obteniendo no más que dolorosos choques de cabezas. Otros llegaban a la mitad del puente e intentaban coordinar los movimientos con su doble, pero era inútil. Cuando uno giraba hacia su izquierda el otro lo hacía hacia su derecha, impidiéndose mutuamente el paso. Finalmente se resignaron y entendieron que no podrían cruzar hacia la otra orilla. Al mismo tiempo se consolaron pensando en que estar de un lado u otro de la ciudad no suponía mayor diferencia.

Mas allá de esto, los Azogálicos eran gente sencilla y feliz, y su vida transcurría sin sobresaltos. Eso hasta que cierto día, ocurrió algo totalmente inédito en la historia de la ciudad: un viajero llegó hasta sus tierras. Hasta ese momento, Azogalia había permanecido totalmente aislada del resto del mundo; nadie había sabido de su existencia, así como tampoco sus habitantes conocían (ni estaban interesados en conocer) lo que pudiera haber más allá del bosque.

Se trataba de un hombre que varios años atrás había partido de su hogar para recorrer el mundo. Demostrando gran coraje y espíritu aventurero, había logrado caminar bordeando el río abriéndose paso entre el follaje, para finalmente ingresar en Azogalia por el extremo Este. Sintió gran felicidad al llegar a la ciudad, se encontraba extenuado y algo maltrecho luego de una larga y ardua travesía por el bosque. Luego de caminar algunos kilómetros por la orilla del río, encontró a un grupo de niños jugando uno de los juegos típicos de Azogalia, que consistía en ir hasta la orilla y arrojar piedras hacia el otro lado. El pasatiempo carecía de todo riesgo ya que las rocas chocaban indefectiblemente en el aire contra las lanzadas desde el extremo opuesto y caían al agua. Intentando ganar la confianza de los niños, el viajero levantó una pesada piedra del suelo y tomando un gran impulso, la arrojó con todas sus fuerzas hacia el otro lado.

Y ahí fue donde todo empezó, porque junto con el vidrio de una panadería, el equilibrio que había imperado hasta ese momento estalló en incontables añicos. ¡Por primera vez, podían encontrarse diferencias entre Azogalia del Norte y Azogalia del Sur! De un lado había un vidrio roto y un panadero insultando enérgicamente. Del otro, el vidrio seguía intacto y el panadero atendía tranquilamente a sus clientes.

Entonces el viajero divisó el puente a unos metros de allí y, totalmente avergonzado, corrió para cruzarlo y disculparse con el panadero. Les fue imposible comunicarse, ninguno podía entender ni una palabra de lo que el otro decía. En ambas orillas del río, los Azogálicos que se encontraban cerca del lugar, observaban absortos lo que sucedía. Los del Sur miraban el vidrio roto en la orilla opuesta y al viajero intentando comunicarse con el panadero, mientras que los del Norte se acercaban a la panadería para averiguar a que se debía semejante alboroto. El panadero sureño fue el primero en percatarse de que si observaba la orilla de enfrente, ya no veía a un hombre igual a él realizando idénticos movimientos. Sus ojos se abrieron enormemente, luego de lo cual echó a correr. Llegó hasta el puente lo más rápido que pudo y, con el corazón latiendo muy rápido dentro del pecho, lo cruzó. Al llegar al otro lado, continuó su carrera hasta quedar parado frente a su doble. Se miraron fijamente por unos segundos sin decir nada. Luego, ambos miraron al viajero y se abrazaron al tiempo que daban saltos y gritos de alegría. En otras zonas de la ciudad, el efecto especular aún seguía actuando, aunque a esa altura, sus horas estaban contadas.

Los días siguientes fueron, como era de esperar, de gran revolución. Como ahora podían cruzar el puente, para evitar confusiones entre los dobles, los Azogálicos del Sur comenzaron a identificarse con un distintivo verde en el pecho, mientras que los del Norte utilizaban uno rojo. Hubiera bastado con observar si una persona escribía de izquierda a derecha o en sentido contrario para determinar su orilla de origen, pero hay que reconocer que los distintivos eran más prácticos.

La nueva vida tenía también su lado triste. En los tiempos anteriores a la llegada del viajero, la muerte se producía de modo simétrico, pero ahora era muy duro para un Azogálico asistir al funeral de su opuesto.

Con el correr de los días y los años, los dos lados de la ciudad fueron diferenciándose entre sí hasta ser completamente distintos. Incluso varios puentes fueron construidos sobre el río. El paso del tiempo, también permitió que el viajero pudiera aprender el idioma y familiarizarse con las costumbres de la ciudad. Era la persona más querida y admirada, y se encontraba muy a gusto allí. Pero seguía siendo un viajero y, sobre todo, un aventurero, por lo cual un día decidió partir. Aunque la noticia causó gran congoja, se realizaron varias fiestas de despedida. El viajero decidió que seguiría su camino atravesando el bosque Norte y escalando la gran montaña, cuyo pie alcanzó luego de una extensa caminata entre los árboles. Era primavera, por lo cual las laderas estaban vestidas de un verde brillante y amigable. Varias horas, casi un día y medio, tardó en escalar hasta la cima. Cuando le faltaban algunos metros para cruzar hacia el otro lado, giró sobre sí para observar Azogalia por última vez. Se trataba sin dudas, al menos hasta ese momento, de la mejor estación de su largo viaje. Mientras miraba hacia abajo, respiró hondo sintiéndose satisfecho y regocijado por haber podido romper el equilibrio que de otra forma aún seguiría intacto. Volvió a girar y entonces sí, se dispuso a cruzar hacia el otro lado de la montaña. Ahí fue que se encontraron, como dos pájaros queriendo sobrevolar el río.

miércoles, enero 09, 2008

Cambios

Recorre su jardín desparramando un puñado de pasos sobre el verde al que, sin notarlo, se ha acostumbrado. Desde que tiene memoria el árbol de sus días se deshoja lento y sereno. Sin un destino establecido, se deja llevar por sus pies que, descalzos, despeinan el pasto. Cierra los ojos para ofrecer su rostro al sol, mientras su mente juega a encontrar recuerdos de esos que dibujan sonrisas.


De pronto un escalofrío, como un fantasma helado y fugaz, recorre su espalda. Algo no está bien… No sabe qué exactamente, pero el aire está raro. Gradualmente la brisa comienza a perder su paz para desbocarse en vientos furiosos. Nubes vestidas de grises oscuros hacen vibrar el suelo bajo sus pies. La luz que el sol regalaba está ahora atrapada en el cofre de algún instante ya consumado. Instante que perdurará eternamente allí donde nada puede alterarse. Entonces un relámpago abre una herida blanca en el cielo y la lluvia llega para inundar sin piedad, improvisando ríos que arrastran todo a su paso y arrancan las raíces de su esperanza. Siente miedo, se siente pequeña: demasiado pequeña ante la inmensidad y sólo le queda llorar. Sus lágrimas se pierden en el río que la arrastra. A la deriva y ya sin fuerzas, naufraga entregando su alma a una noche que detiene a su antojo el paso del tiempo, extendiéndose imposible.

...

Reina la claridad de un día nuevo y los párpados no son refugio suficiente para sus ojos. Despierta, y aunque todavía se siente aturdida, una blanca sensación de paz descansa en su pecho. El viento sopla frío: en contadas ocasiones lo ha hecho de otro modo en el epílogo de una tormenta. Sopla y de a poco le devuelve al cielo el azul que había perdido; empuja y despierta oleajes tímidos en los charcos que ayer fueron río.

Con el pelo y la ropa todavía húmedos, encoje los hombros y cruza los brazos mientras recorre el lugar al que, sin decidirlo, ha llegado: el viento y los charcos son indicios de que la lluvia realmente existió, de que ese río impiadoso que la arrastró durante horas eternas no fue parte de algún sueño oscuro.


Recuerda su peor momento, cuando la corriente ahogó sus esperanzas convenciéndola de que no había forma de resistir ante semejante fuerza. Sin embargo aquí está, caminando nuevamente. Es cierto, nada volverá a ser como antes y en cierta forma eso la angustia: su cuerpo ya no es el mismo, ella ya no es la misma. El dolor que hoy alimentan los golpes y los rasguños se apagará con el correr de los días pero las cicatrices no van a abandonarla. Se encuentra lejos de su jardín y no se engaña: nunca volverá a pisarlo, probablemente ni siquiera exista ya…

jueves, diciembre 20, 2007

eternoremife

Caleidoscopio


Imagine una muchacha o un muchacho y deje a mi cargo el bautismo. Su gracia será Ankrilde. Si, Ankrilde. Porque es un nombre que acabo de inventar, y porque viene bien tanto para hombre como para mujer. Además si le pongo Juan, Pedro o María, seguramente eso le remita a alguien que usted ya conoce y este asunto perdería instantáneamente gran parte de su gracia.

Muy bien. Proceda ahora a otorgarle un rostro. Confórmelo como usted quiera; elija el color de los ojos, el ancho de la frente, la densidad de las cejas… todo. Construya a gusto y placer, hágalo como se le antoje, usted viene a ser algo así como Dios en este momento.

Se supone que a esta altura Ankrilde ya tiene cara, entonces puede usted elegirle un cuello, un buen par de hombros y brazos, un pecho acorde a su sexo y todas las cosas que una persona suele tener del cuello para abajo. Provéalo (provéala) de piernas, de pies y de dedos en los pies. También va a necesitar genitales, uñas y codos. Si aún no se los ha otorgado, hágalo ahora. Obsérvelo bien y tómese su tiempo para completar el cuerpo cuidando de no olvidar nada. Lo mismo si es mujer, tan sólo que observándola en lugar de observándolo.

Si llegó hasta este punto, Ankrilde habrá de ser una persona hecha y derecha. Habrá definido su carácter, su forma de ser, las cosas que le gustan y las cosas que le dan miedo, así como también su color y comida favoritos. No sería extraño que usted ya se haya encariñado con este nuevo habitante de su imaginación.

Ahora bien, lamento decirle que en este punto vuelvo a apoderarme de Ankrilde. Sí, ya sé, es una decisión bastante autoritaria, pero es una de las posibilidades que me otorga ser la persona que escribe este texto. Podría usted dejar de leer a partir aquí, pero eso no evitaría que Ankrilde me pertenezca, puesto que ya ha leído la parte en que pasa a mi poder, y no se puede “des-leer” algo que uno ha leído. Por lo tanto, aunque le de bronca, ahora el destino de su reciente creación está en mis manos, y voy a permitirme matarla sin sentir ningún tipo de piedad ni de arrepentimiento. Después de todo es usted y no yo el encariñado. No intente entenderme ni lo tome como algo personal, aunque puede enojarse conmigo si quiere. Piénselo así: ahora tiene posibilidad de comenzar a leer nuevamente este texto y crear de nuevo a Ankrilde, esta vez sin todos esos defectos e imperfecciones que tanto le molestaban de su persona.

Lo interesante de todo esto radica en que existirán tantos Ankrildes como lectores den con estas líneas. Cada uno distinto del otro, cada una distinta de la otra. Le pido disculpas por destruir lo que con tanto esmero había creado, pero es parte de este juego, y no siempre, más bien casi nunca, se pueden elegir las reglas de los juegos en los que uno participa.

Una última cosa: si desea crear otro u otra Ankrilde y luego evitar la expropiación que deriva en ese final tan cruel que usted ya conoce, puede comenzar a leer el texto nuevamente, pero esta vez sin ingresar en el párrafo asesino, abandonando la lectura justo antes de transitar sus líneas teñidas de inevitable muerte. Eso sí, en ese caso Ankrilde quedará de su lado y lo que de ahí en más suceda será problema suyo. Haga como quiera.

viernes, octubre 26, 2007

Las hormigas


Hasta recién, la de hoy ha sido una mañana como la mayoría de las mañanas. El despertador sonó a las siete, a las siete y cuarto y finalmente, a las siete y media. Sin más remedio abandoné la cama y la tibieza de sus sábanas arrugadas para posar mis pies sobre el frío despiadado de las baldosas del baño. Los viernes todo se hace más difícil, sin embargo, el acecho del sábado me brinda las fuerzas que necesito.
Si para algo no soy original es para desayunar. Hace años que mi estómago quiebra su abstinencia nocturna recibiendo una taza de café con leche y algunos gramos de mermelada prolijamente desparramados sobre dos tostadas.

Hasta recién, porque entre los sucesivos actos de mi rutina no figura ver una hormiga recorriendo el plato sobre el cual descansa la taza. Nada del otro mundo, pero al fin y al cabo, no deja de ser algo que altera el orden natural de mis mañanas. Apelo a mi calidad de ser superior y tras jugar morbosamente durante algunos segundos con su desesperación de hormiga, la aplasto. Pulgar e índice son sus verdugos. Mientras arrojo el cadáver al suelo, una pregunta entrometida, incómoda e innecesariamente molesta se instala plácidamente en mi conciencia. ¿Por qué la mataste? ¿Qué mal te hizo el pobre insecto? ¡Por favor! no es tan grave, al fin y al cabo es sólo una hormiga. Una insignificante hormiga de las cuales existen millones, billones en todo el mundo. ¿Y qué hay con eso? La mataste de todas formas. Millones de personas habitan el planeta y no por eso uno puede ir por ahí aniquilando gente alegremente. Bueno, ¡basta ! ¿Cuantas hormigas he matado en mi vida y nunca antes te quejaste por eso?

...

Aparentemente han aprovechado mi ausencia para comenzar la invasión. La jornada fue tediosa en la oficina. “Trabajé como hormiga” pienso y sonrío felicitándome por la ocurrencia, mientras las miro explorando la mesada de la cocina. No se han inmutado ni tampoco alterado su conducta ante mi presencia. Todo indica que mi llegada no es considerada una amenaza por las invasoras y, afortunadamente para ellas, no se equivocan. Me encuentro demasiado cansado como para tomar represalias por lo cual he decidido liberar la zona y permitirles transitar mis territorios. Además está la pobre hormiga asesinada por la mañana. Me siento bastante estúpido al respecto, pero por alguna razón el recuerdo aún me apesadumbra. Mis ojos se clavan en las yemas y las observan rozarse lentamente entre sí. Tras pocos segundos, el roce se transforma en restriegue enérgico y mientras dejo caer los párpados vuelvo a sentir aquel crujido, tan seco como el de una nuez rota sobre la mesa de navidad. ¿Hace falta que la respiración se entrecorte? ¿Es realmente necesario que mis dedos parezcan ahora velas derritiéndose?

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El sábado salí sin desayunar. Ni siquiera entré a la cocina, apenas terminé de despertarme y vestirme sonó el portero eléctrico. Fuimos con mamá y papá a la casa del Tigre a pasar el fin de semana. La verdad es que ya no es lo mismo que antes, pero sigo yendo cada tanto, cada vez que mis padres lo proponen. Cuando era chico sí lo disfrutaba; tal vez porque siempre alguno de los primos o algún amigo venía con nosotros. Ahora, sinceramente, me resulta bastante aburrido, o más bien poco apropiado. Porque sí disfruto de estar con mis padres, de conversar con ellos, pero hay cosas del río que realmente logran irritarme: el viento, los Andrade (que, sin falta, aparecen en su botecito ridículo y se quedan a cenar sin que nadie los invite), el olor a podrido que hay algunos días, los mosquitos… Todo el fin de semana matando mosquitos, exterminándolos incluso con saña, deleitándome al verlos transformados en manchón negro (a veces rojo y negro) sobre la piel. Lo extraño es que, cómo he dicho, no me genera ningún tipo de culpa matar mosquitos, sino todo lo contrario. Tal vez sea porque al mosquito uno lo mata en venganza por el aguijonazo insolente, o en el mejor de los casos, para evitarlo. En cambio, a la hormiga la maté porque sí, y ahora soy incapaz de desterrar a todas estas que avanzan de modo casi militar, alineadas en una hilera perfecta. Algunas llevan pequeños trozos de hojas o de ramas; otras, diminutos terrones de tierra seca. La fila desemboca en un rincón junto al zócalo, donde las obreras acomodan minuciosamente los ladrillos que comienzan a conformar un pequeño monte, tan gris como las nubes que desde hace un rato braman anticipando la tormenta. Resulta por demás ridículo observar un hormiguero erigido sobre baldosas blancas de cocina. Un hormiguero debe estar en un jardín o en el campo; sobre el pasto, sobre la tierra, o a lo sumo sobre la arena, pero no en una cocina. Y sería tan sencillo como tomar la escoba y olvidarse del asunto en dos o tres barridas. Un poco de insecticida y a otra cosa. Pero no. No puedo hacerlo.

...

Si no me equivoco, hoy se cumplen dos semanas desde el traumático episodio (prefiero llamarlo así en vez de “asesinato”, aunque en el fondo lo considero como esto último). Durante los últimos días he tomado mi desayuno en la habitación. No es tan terrible; tengo que entrar a la cocina, y con un poco de cuidado para no pisarlas, preparar el café con leche y las tostadas. Después me retiro, porque es bastante incómodo comer mientras caminan sobre mis piernas, la mesa, el frasco de mermelada y todo lo que allí encuentren. Lo mismo ocurre para cenar, aunque he intentado hacerlo en lo de algún amigo o en el bar de la otra cuadra para evitar el trámite. De todas formas, no sé cuánto tiempo más pueda continuar así, sobre todo previendo que la situación no tardará en empeorar porque cada vez son más. Siguen llegando, o se reproducen a un ritmo abrumador (o lo que me temo: ambas cosas).

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Hoy lo vi pegado sobre el espejo del ascensor. Con letras prolijas informaba: “Miércoles a las 10:00 hs desinfección. Por favor tenga a bien permitir el ingreso de los empleados para realizar su tarea. Muchas gracias”. Después Julio, el encargado, me pidió permiso para dejarlos entrar, porque sabe que a esa hora estoy en el trabajo. Le dije lo primero que se me ocurrió: que había pedido licencia en la oficina porque mamá venía a casa, y que me iba a ser imposible porque ella era alérgica a ese tipo de cosas. Supongo que no me creyó, o que al menos le habrá parecido extraño, pero con eso me bastó para salvarme. ¡De ninguna manera puedo dejar que alguien entre al departamento! ¡Qué dirían al ver las hormigas! Seguramente querrían matarlas y desalojarme inmediatamente. Aunque pensándolo bien, pronto serán ellas las que acaben por desalojarme a mí. Me he asomado abriendo apenas la puerta y, lamentablemente, la cocina es tierra perdida. Han cubierto prácticamente todo el piso con sus hormigueros y deambulan frenéticamente por las paredes, los armarios, la mesa… por todos lados. Hay algunas con alas que de un modo estúpido ven frustrados sus intentos de revolotear al chocar inevitablemente contra la pared. Estarán ya devorando la comida de las alacenas, habrán disfrutado especialmente del contenido de la azucarera. Tal vez hayan logrado ingresar a la heladera, aunque lo dudo. Obviamente, hay varias que se aventuran más allá y puedo verlas en el pasillo y en el baño. Con papel de diario doblado bajo la puerta y estudiados movimientos de entrada y salida aún conservo la habitación.

...

La situación se ha tornado ingobernable, el departamento es ahora una marea de hormigas que todo lo inunda y lo devora. Estoy recluido en mi habitación sin poder salir. No puedo ir a atender el teléfono, que no ha parado de sonar en los últimos días. Cada vez que Julio tocó el timbre le grité para que se fuera, le aseguré (le mentí) que me encontraba bien, pero que no podía atenderlo en ese momento. También despaché a mamá, a la vecina del ‘G’ y al empleado del correo que trajo el telegrama de despido.
Tengo hambre y sed, estoy débil y el sueño me vence fácilmente. Tras dormir algunas horas despierto y las primeras luces de la mañana me permiten ver el reloj: son casi las ocho y están por todas partes, caminan por las paredes burlándose de la gravedad. Han dado comienzo a la invasión final, la definitiva. Desesperado, cierro mis ojos con fuerza y preso del terror improviso un refugio infantil con la sábana y la frazada. Son tantas que las siento caminar sobre el acolchado, puedo escuchar millones de patas ejecutando un redoble infernal que aumenta su intensidad tornándose cada vez más insoportable. Quiero gritar, estoy totalmente rodeado y supongo que no tardarán en devorarme como a un trozo de pan. Percibo sobre mi tobillo las inconfundibles cosquillas que un sexteto de patas provoca y el vaso de mi cordura rebalsa o mejor dicho, estalla en pedazos. Con un violento manotazo me destapo haciendo volar por el aire sábana, frazada y varios centenares de hormigas. Al fin siento irrefrenables deseos de matarlas, de dar saltos asesinos sobre el colchón negro de patas y antenas. ¡Maldita la hormiga del primer día, malditas todas, que se mueran ya mismo, quisiera aplastarlas una por una! Pero son demasiadas. Entonces, salgo corriendo de la habitación, atravieso el pasillo y me dirijo hacia la cocina. Paso por debajo de la puerta, subo por el lado sur del zapato negro y desciendo luego por la ladera del norte, atravieso un par de baldosas y trepo por la pata de la mesa. Una vez arriba, recorro la servilleta a cuadros y escalo el plato sobre el cual descansa la taza. Será prácticamente lo último que haga, los dedos ya me alcanzan.