martes, diciembre 28, 2010

Lorena

Tiene ese tipo de belleza que hipnotiza, que es de algún modo magnética o capaz de irradiar cierta clase de energía invisible. Porque minas lindas hay muchas, pero están éstas, como Lorena, en las que la belleza se confunde con la hechicería. Es de esas mujeres que a lo lejos, sin saber exactamente cómo son sus facciones o el color de sus ojos, uno intuye preciosas.

Si la vereda está despejada, hay tipos que a media cuadra o más de distancia ya la detectan y actúan en consecuencia: si caminan con alguien más, empiezan a los codazos; si en cambio van solos, algunos se muerden el labio mientras fruncen la frente, otros dan una palmada resignada y hay quienes pronuncian alguna frase para sus adentros o piensan en algún piropo. Después, cuando la tienen cerca, confirman la intuición previa: Lorena es increíblemente hermosa. No son los ojos verdes, ni el pelo castaño, ni la boca, ni las piernas o alguna parte de su cuerpo en especial. Es todo eso junto y la armoniosa manera en que está dispuesto.


Es muy raro que un hombre no la mire cuando la cruza, o si la ve sentada en un banco de plaza o en la fila para tomar el colectivo. En realidad no encuentro muchas razones que puedan justificar no mirarla, pero algunas podrían ser estar muy (pero muy) compenetrado en algún pensamiento, tener menos de doce años o ser corto de vista.

Hasta acá no conté nada del otro mundo, quién no ha visto alguna vez a una Lorena caminando por la calle. Pero si hay algo que la diferencia de la mayoría de las mujeres es que ella va al frente, no se queda así nomás ante tanta mirada embobada. Cuando nota que alguien la viene mirando, ella le clava los ojos también y ahí los deja como estableciendo un duelo. A veces mantiene la mirada hasta el final, otras la baja y se sonríe justo unos pasos antes del cruce. Los tipos se sorprenden, se vuelven locos. Como mínimo dan media vuelta y se quedan pasmados mirando cómo se aleja esa increíble mujer que les acaba de dejar una sonrisa o un guiño. Hay otros que no dudan en abandonar el destino que tenían para seguirla, caminarle a la par algunas cuadras, hablarle, intentar continuar con la conquista que parece haber comenzado con el pie derecho. Conoce todos los chamuyos habidos y por haber. Después de un rato los despacha con alguna excusa. “Volvamos a vernos linda, te dejo mi tarjeta”. Tiene tantas que podría empapelar el cuarto donde vive.

En el subte o en el colectivo tiene sus tácticas también. Si va sentada, sabe que cruzar las piernas le asegura una avalancha de miradas. También desabrochar algún botón de la camisa, sobre todo para los que van parados, esos tienen mejor perspectiva. Ni hablar si se acerca a algún pasajero para preguntarle en qué estación tiene que bajarse para ir a tal calle o a equis plaza.

Ricardo es hermano de Lorena. Si uno los mira bien, se da cuenta de que tienen varios rasgos en común, aunque Ricardo no tiene ni por asomo la belleza de su hermana. Viven los dos juntos en el Once, en una pensión que está sobre la calle 24 de Noviembre. Lorena apenas se acuerda de su papá y no tiene memorias de su madre. Ricardo es varios años mayor y tiene algún vago recuerdo de su mamá, pero en cambio sí se acuerda perfectamente de su padre. De hecho fue de él que aprendió, entre otras cosas, el arte del carterismo. Es como ser mago o prestidigitador, la mano más rápida que la vista. Hay que esperar el momento adecuado para actuar, el momento de distracción. Durante mucho tiempo fueron las frenadas en colectivos llenos, los cruces de avenidas en horas pico, los tumultos de gente.

De un tiempo a esta parte, son los tipos que se dan vuelta para mirarle el culo a su hermana, los que le espían el escote en el colectivo o simplemente le explican como llegar a Plaza de Mayo. Hay días y días, pero cada tanto se pesca alguna billetera gorda, y con eso van tirando en la pensión.

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